Kenneth Charney, nacido en Quilmes, estudiante del St George’s College, fue un temible piloto de cazas, varias veces condecorado por la RAF, participó en episodios que torcieron el rumbo de la Segunda Guerra Mundial. Murió durante la guerra de Malvinas.
Por Claudio Meunier – La Nación
La isla de Malta, en el corazón del Mediterráneo, había perdido su esplendor. Llevaba una semana cubierta de nubes oscuras que nada tenían que ver con una tormenta veraniega. Era humo, fuego y destrucción. Una cicatriz provocada por la aviación alemana que reclamaba a la isla como propia. Azotada jornada tras jornada, durante gran parte de septiembre de 1942, Malta soportaba estoica cada embate nazi. El aeródromo de Hal Far, al extremo sur de la isla, era el hogar del escuadrón 185 de la Royal Air Force (RAF)… o lo que quedaba de él. El aeródromo tenía un aspecto sombrío: la tierra levantada por los bombardeos era arrastrada por el viento y el polvillo cubría un grupo de cinco cazas Spitfire apenas recortados entre bolsas de arena apiladas para protegerlos de las bombas alemanas. En las cabinas, sus pilotos permanecían amarrados a sus arneses, listos para despegar y combatir.
En su diminuta cabina, el teniente de vuelo Kenneth Charney, jefe de la escuadrilla, fumaba un cigarrillo, quizás el último, como un condenado a muerte antes de ser ejecutado. No era inglés, tampoco canadiense ni americano. Era exótico en su unidad, un voluntario argentino veterano de 22 años que había consolidado sus primeros combates contra los letales cazas alemanes sobre el Canal de la Mancha y vivió para contarlo.

Antes de la guerra, Charney era un muchacho sin rumbo. Nació en Quilmes; vivió su infancia y primera adolescencia en Bahía Blanca. Su padre, ejecutivo de Anglo Mexican Petroleum, proveía combustibles para aviones. Todavía se cuenta en Bahía Blanca, como leyenda, el día en que, a sus 13 años, tomó el auto de su padre y manejó a la velocidad que le permitió su pierna al imprimir fuerza sobre el acelerador. Su carácter vivaz e impulsivo lo convirtió en un dolor de cabeza para la dirección del colegio Aldenham, en Inglaterra, donde fue pupilo. Lo enviaron de regreso a la Argentina, donde continuó su saga de enredos y travesuras en el prestigioso St George’s College de Quilmes. Fue indisciplinado, de espíritu indomable, completó un frondoso prontuario y transitó más el camino a la dirección que a las aulas.

Una de las pasiones de Charney fue el rugby. En la imagen, tomada en 1940, junto al plantel superior del Club Atlético Plaza de Rosario. Parados: primero por la izquierda, Kenneth Charney, sexto Francis Keene y séptimo Malcolm Middleton, también voluntarios argentinos en la RAF. Sentados: segundo desde la izquierda Algernon Middleton, piloto argentino de Spitfires en el RCAF. Cuarto aparece Michael Le Bas, voluntario argentino que combatiría en Malta en Spitfires junto al escuadrón 601. El sexto es Tom Scoffield, voluntario argentino en la RAF. (Cortesía Mario Milano).

Una bengala roja se elevó al cielo. Era la señal que ordenaba un despegue inmediato. Aviones enemigos se aproximaban a la isla. Los cinco motores rugieron al unísono y Charney tuvo la habitual sensación de malestar en la boca de su estómago. Miró a sus pilotos, levantó su pulgar y, segundos más tarde, los cinco Spitfire pintados de azul pálido despegaron y atravesaron la nube de polvo sobre el aeródromo. Ganaron altura en formación cerrada, con sus alas muy cerca unas de otras, dirigidos por Charney, a quien llamaban “el Caballero Negro de Malta”.
El sol brillaba y la temperatura era ideal, parecía una soñada jornada de turismo. Pero la imagen se transfiguró cuando los pilotos descubrieron la pesadilla diaria en el horizonte: un cardumen de bombarderos alemanes acercándose a la isla. Nadie gritó, solo hubo algunos comentarios groseros en la radio que servían como preámbulo para una nueva cita con la muerte.
El Caballero Negro, que no sabía más que de supervivencia, emplearía la diminuta fuerza de sus cazas como una ventaja. Levantó su mano y señaló hacia arriba. Conocían la treta: los cuatro Spitfire continuaron el ascenso, con el sol a sus espaldas, para “esconderse” en el brillo enceguecedor del disco dorado. Charney, en solitario, se dirigió hacia la formación de enemigos. De frente, a su altura y con rumbo de colisión. Bañado en mares de adrenalina, sin especular, disparando sobre ellos.
Los bombarderos, alarmados, se abrieron como un abanico. Entonces se vieron sorprendidos por un adversario que no habían percibido: sí, los cuatro Spitfire, invisibles por la luz del sol, que cayeron desde las alturas con una lluvia de plomo. Los siguientes segundos fueron un borrón de máquinas retorcidas y balas trazadoras. El argentino eligió su presa: comenzó a perseguir a un Messerschmitt 109 del escuadrón JG53 piloteado por el teniente Hans Volkmer Müller. Apretó el botón de disparo y sus cañones de 20 mm ladraron una sinfonía de fuego. Las balas golpearon el timón de cola del caza, desgajaron el ala izquierda y transformaron al capot del motor en un colador. Pero el caza alemán no cayó. Confiado, Charney hizo caso omiso a una regla básica: no volar detrás de un caza enemigo por más de dos segundos… La tentación pudo más. El Messerschmitt era una ruina y él debía rematar su trabajo. Le dedicó una nueva ráfaga, justo cuando lo sorprendió una explosión sobre la placa de blindaje que protegía su cabeza.

Charney se estremeció como un animal herido. Su cabina se convirtió en un caos. Pensó que se moría en el aire. Solo, lejos de la tierra, preso dentro de un ataúd metálico con alas… Estiró su mano, quiso correr la capota de la cabina con la intención de saltar en paracaídas, pero no pudo. Perdía demasiada sangre; ya no tenía fuerzas. Atravesó segundos de una aguda agonía, pero su adrenalina y el estado de alerta lo mantuvieron con vida. Guiado por sus pilotos fue escoltado de regreso al aeródromo de Hal Far. Luego de aterrizar su Spitfire, se derrumbó. Brazos voluntariosos lo arrastraron fuera de la cabina y lo depositaron en una camilla. Una botella de brandy fue empujada a sus labios secos y una voz le susurró: “Hoy no será tu día, vas a salir de esto”.

As del aire
Charney habló poco sobre sus vivencias en la Isla Malta y aún menos sobre su rango de “as” al derribar más de cinco aviones enemigos. Cada mañana cruzaba la línea de la muerte para, luego de un feroz combate, retornar a la vida. Enviado a un merecido período de descanso, le encomendaron una tarea pacífica: ser instructor del caza Spitfire, enseñar a novatos el arte del combate aéreo. La tarea le resultó tediosa y solicitó volver a la acción. Así llegó al escuadrón 602, famosa por contar entre sus filas uno de los rejuntes más peligrosos y salvajes de pilotos internacionales en la RAF, los más letales. Lo nombraron Jefe de Escuadrilla.
Encontró a muy buenos tiradores y pronto demostró quién era él. Asombró a todos. Eligió con cuidado a su numeral, a quien lo secundaría, una tarea compleja para cualquier candidato. Debía seguirlo al infierno y actuar con su mismo instinto en combate.
Resultó seleccionado un joven de Curitiba, Brasil, nacido un 28 de febrero de 1921 -el mismo día que Charney- y descendiente de franceses, llamado Pierre Clostermann (con él, en la foto de portada). Era una de las promesas del grupo. Había conseguido media docena de victorias ese año, convirtiéndose también en “as”. La dupla se haría inseparable. Clostermann siempre recordó con afecto los lejanos días junto a su jefe de escuadrilla argentino. En entrevistas, compartió mil anécdotas:
“Recuerdo una mañana en Normandía cuando apareció una formación de cuarenta cazas alemanes Focke Wulf 190. Eramos tres. Kenneth, mi Jefe de Escuadrilla, conocía muy bien su trabajo. Pensé que nos mantendríamos alejados de ese enjambre de cazas, pero no: me ordenó seguirlo, volando junto al capitán Johnsen, un voluntario noruego. Yo era su numeral y pensé: voy a morir. Charney conocía muy bien su oficio y, tras esa aparente desventaja, avizoraba una partida ganada. Embestimos a los alemanes provocando un gran desorden entre sus filas, Ken derribó a uno y dañó otro; yo pude derribar dos cazas”.
Abajo, en las playas, un grupo de periodistas que cubría el avance aliado fue testigo de la epopeya. La formación alemana abandonó el sector al perder varios aviones en pocos segundos. Charney, Clostermann y Johnsen descendieron en formación, muy cerca uno del otro, y desfilaron ante el público que, electrizado, asistió a uno de los combates aéreos en mayor desventaja en los cielos recién conquistados. Por semejante operación, Charney recibió su segunda condecoración Cruz de Vuelo Distinguido que reconoce al personal de la RAF por un acto o actos de valentía, el coraje o la devoción al deber durante vuelo en operaciones activas de vuelo contra el enemigo. Clostermann recibió su primera Cruz de Vuelo Distinguido.


Los días en Normandía para Charney fueron coronados de gloria por una acción que lo tuvo como actor central. El “as” argentino descubrió la retirada alemana de Francia por los caminos rurales de Falaise. Su mensaje, contundente, que transmitió por su equipo de radio, “¡Que manden a toda la Fuerza Aérea!”, se repitió en todas las coberturas periodísticas. La localidad se convirtió en una tragedia para los alemanes; pasó a llamarse “la bolsa de Falaise”, donde los nazis quedaron atascados en una congestión de su propio tránsito y fueron atacados sin piedad desde el aire.
Durante los meses siguientes, Charney voló por distintos puntos del planeta. Después de la guerra, fue enviado a Hong Kong. En 1970, se retiró con el grado de Group Captain (Coronel) de la Royal Air Force. Se convirtió en turista. Convirtió su furgoneta VW en casa rodante y salió a recorrer España. Se perdió en la vida lugareña, alejado del ruido de la guerra. Buscaba su lugar en el mundo. En esos inviernos llegó al paradisíaco pueblo de La Massana, en el principado de Andorra, se enamoró del lugar. También conoció a June, con quien contrajo matrimonio. Decidió quedarse a vivir allí, rodeado de bellos paisajes, para curar su alma.
Nadie supo de su pasado excepto por un chiquillo del pueblo, Rafael García Fernández, quien lo reconoció en una foto junto a Clostermann publicada en una enciclopedia de la Segunda Guerra Mundial editada por el Reader´s Digest. Kenneth, sorprendido por el pequeño, sonrió y guardó silencio.
Kenneth Langley Charney abandonó este mundo el 3 de junio 1982 como un poblador anónimo de Andorra. Su nicho en el diminuto cementerio de montaña en La Quera no tuvo placas ni honores, sólo el modesto número de su ocupante, 209.

Uno de sus últimos deseos era volver a la Argentina.
Desde 2015, el “as” argentino Kenneth Charney descansa en el Cementerio de la Chacarita.

En su reluciente lápida rezan palabras sencillas:
«Aquí yace un hombre valiente, Kenneth Langley Charney, as de Spitfire. El Caballero Negro de Malta».
Aunque quizás él hubiera agregado, fiel a su estilo, la leyenda: «El estudiante más castigado de todos los tiempos».


Más allá de que sea quilmeño, que flagelo terrible es la guerra. Matar o morir, dónde el otro es un desconocido a quien hay que asesinar o te asesine. En una guerra, todos pierden…