20D: EL CAPITALISMO ES RESPONSABLE

Mis recuerdos

La gente, cuando marcha hacia la Historia, no va por la vereda: camina por el medio de la calle.

Jorge Lanata, periodista, de Sarandí.

Se inscribirá en la historia de las grandes gestas populares como el día en que los argentinos dejaron de mirar para el suelo.

Miguel Bonasso, profesor de la Universidad de Quilmes.

–Esto no da para más.

Soltó él, frente al televisor que discurría noticias políticas.

–Y… sí. La verdad, que son unos hijos de puta. Habría que matarlos a todos.

–No, no. Yo… me refería a nuestra pareja.

–…

Ella, desde la cocina, buscó sus ojos.

–Es que… siento que tenemos ritmos distintos y…, además… No sé, como que tus expectativas también son otras, diferentes a las mías.

Eva había dejado de mirarlo apenas escuchó “tus”. Bajó la vista hacia la ensaladera y siguió mezclando, más rápido y sin orden. Alberto siguió:

–¿Vos creés lo mismo?

–No. Yo no creo lo mismo. ¿Por qué habría de creer…?

Refutaba enfática y sincera, mientras él la escuchaba cada vez menos porque estaba pendiente de lo que decía el Gordo en Detrás de las Noticias.

–¿Cuánto tiempo más podés aguantar, cuando quien está pidiendo que te vayas es el viento?

Al otro día, despertaron temprano. Se dieron un beso como si nada; Eva se fue a la escuela y él al diario. Disimulaban que no fueran a verse otra vez.

Cuando él entró a Bernal, vio en el supermercado Norte a cuatrocientas personas, en su mayoría mujeres con chicos, enjauladas en el estacionamiento con rejas.

–Pasen, así organizamos la entrega de alimentos. Sólo los que pasen van a recibir su bolsa –instruían unos hombres de corbata floja junto a custodios privados y policías.

Viviana Rus, de 19 años, con dos hijos, no se cansaba de gritar.

–¡No somos chorros, queremos leche, carne, pañales!

Bajo un sol impiadoso, recordaba:

–Cuando teníamos plata éramos sus clientes. Ganaron mucho con nosotros. ¿Qué se creen, que nos pueden tratar como perros?

Fuera de la jaula, uno de seguridad levantó una mano abierta: Dejen salir a cinco, indicaba.

Alberto preparaba su fin de semana en la consulta del Frente Nacional contra la Pobreza.

–Si Verbitsky lo promueve, yo también tengo que hacerlo. Y juntar más firmas que nadie.

Se lo exigía, en realidad, para no pensar en Eva.

–¿Quiere votar para salir de pobres?

–¡¿Cómo?!

–Estamos preguntándole a la gente si no quiere un seguro de 380 mangos; más 60 pesos por cada pibe y un aumento de 150 a los jubilados.

La mayoría votaba y firmaba.

–Gracias, señora, y mire el noticiero: a ver qué respuesta da el gobierno.

El lunes, el gobierno, ni bolilla. Y el martes eran dos decenas los muertos en los saqueos. Para saber quién los coordinó, Alberto fue el miércoles a la Gobernación. Estaba en la Sala de Periodistas cuando llegó el delegado del lugar, Marcelo Clausel.

–¿Vieron lo que es la calle?

–No sé, Marcelo, vos estás en Crónica TV. Danos la primicia.

Mientras acomodaba el saco en el respaldo enumeró los lugares saqueados en La Plata. El Toto y Salas tomaron nota. Los monitores estaban sintonizados, sin volumen, en todos los canales de Noticias: CNN; CVN; TN y, por supuesto, Crónica, donde una placa roja anunció el discurso del presidente.

–Che, che, habla De La Rúa.

–A ver, paren un poco. Pasame el control.

Néstor Maldonado, de la agencia DyN, sacó su remoto del primer cajón y dio volumen a la imagen que mostraba la bandera argentina. Todos dejaron de hablar por teléfono y abandonaron sus computadoras. Ninguno se quedó sentado. Algunos prepararon libretas y lapiceras. Néstor, de brazos cruzados todavía con el control en la mano y Alberto, de manos a la cintura, miraban juntos hacia uno de los monitores colgados del techo.

–Compatriotas… –luego el silencio.

Fernando De la Rúa se había mostrado rodeado de militares.

–¡Pero no dijo nada!

Las libretas en blanco quedaron colgando de las manos.

Alberto se miró con su vecino de Quilmes, que se frotaba la panza mientras con la otra bajaba el volumen. El joven, todavía con manos en la cintura, sentenció:

–No, señores. Sí que dijo. El mensaje está claro: se va a respaldar en los milicos.

Néstor, el más experimentado, se rascó la barba para resumir.

–Es un pelotudo.

En Buenos Aires, mientras, un secretario del gobierno propuso sumar al estado de sitio la intervención de las Fuerza Armadas; pero lo paró la consulta el Jefe del Ejército, Ricardo Brinzoni:

–Sólo si el Congreso vota esta misma noche una ley que nos devuelva facultades internas.

A última hora, Alberto llegó a Bernal y encontró en el identificador varios llamados con característica de Lanús. Pensó que sería Eva, pero no había mensajes grabados.

En la TV, apocalíptico, Daniel Hadad detallaba:

–Las marchas, espontáneas, están saliendo de distintos puntos…

Creyó que era una operación de prensa alentada por los empresarios que Joaquín Morales Solá había enumerado el domingo 16 en La Nación. Pero no; en los otros canales pasaban lo mismo, con mejores imágenes. Entonces sonrió. Tomó una lata y se llegó hasta Wilde, donde vecinos desordenados confluían en Av. Las Flores. Cantaban cualquier cosa. Los jóvenes arrancaron con el Himno y los mayores rememoraron:

–¡El pueblo/ unido/ jamás será vencido!

Cuando se conoció la renuncia de Domingo Cavallo, fueron más los que se acercaron a festejar la ida del ministro del achique del Estado.

La madrugada era despejada pero se nublaba para un hombre malherido que bajaba sentado las escalinatas del Congreso. Cuando se desplomó, su pecho se alzaba y bajaba por el shock y las ansias de la agonía. Se desangraba como símbolo de la ciudadanía, inmolado al pie de un edificio vacío de contenido histórico y humano; habitado, dicen, por los representantes del pueblo (Bonasso dixit).

A la represión que acabó con él, siguió el desbande de una desacostumbrada clase media. Al salir el sol del 20 de diciembre, regresaron muchos. Poco a poco. Cada vez más. La televisión estuvo desde las primeras horas. La Policía también, pero para evitar la concentración; lo intentaron a palos y una víctima, cual Maradona, grito a cámaras:

–¡Acá tienen que estar todos! ¡Todo el pueblo tiene que estar acá!

Los televidentes empezaron a sumarse en las calles.

¡Qué boludos/ qué boludos/ el estado de sitio/ se lo meten en el culo.

Otros, clamaban a la TV:

–¡Queremos trabajo!

Alberto llamó al celular de Ernesto Salgado, concejal de Berazategui:

–Che, la reunión del FRENAPO de esta tarde… ¿Qué onda?

–No sé, yo estoy en la Plaza ahora. Quedará para otro momento.

–Ah, entonces nos vemos ahí.

También su par Daniel Villani estaba yendo a la Plaza.

Desde Lanús, Eva también iba hacia la Plaza de Mayo. Había intentado llamar a Alberto pero desistió. A su grupo se acercó un chico.

–¿Ustedes son de Lanús también? Yo estoy solo, me perdí de mi grupo y… ¿Puedo ir con ustedes?

A Eva le despertó ternura su admisión de soledad. Le sonrió y se prendió de su brazo para darle confianza:

–¡Sí, compañero, faltaba más! ¡Vamos! ¿Cómo te llamas?

–Carlos, Carlos Almirón. Pero me dicen Petete.

Y todos festejaron que el grupo creciera.

El recién sumado jugaría un triste rol en el intento de echar a un gobierno que había comenzado a tiros en un puente de Corrientes y terminaría en una masacre frente a la Casa de Gobierno.

Adentro, De la Rúa había clavado la mirada en unas flores marchitas. Se levantó con pesadez del sillón para arrojarlas al cesto. Después vendrían unos segundos que durarían mjucho, sobre un jefe que vacilaba en silencio sobre qué ubicación darle al florero vaciado.

Afuera, la montada atropellaba contra todos: Madres de Plaza de Mayo, jóvenes, ancianos…

Perplejos –y en silencio también– los presidentes de los bloques de senadores y diputados de su partido clamaron:

–Fernando, hay que parar la represión, de lo contrario se va a agravar la violencia civil y va a haber más muertos.

–No es así; son cuentos; no pasa nada…

Fantaseó el momentáneo presidente, florero en mano.

En la calle, varios motoqueros asistían a los que salían carpiendo por una ambulancia, al que se ahogaba por los gases. Corrían a una bocacalle y volvían a avisar, al resto de los manifestantes, desde donde venía la Policía. El pueblo retrocedía por momentos pero sólo para tomar aire y volver a reivindicar sus derechos sobre la Plaza, ese eterno ágora, a hacer valer su discurso; pero un contradiscurso le era emitido por el presidente.

–Convoco a la unidad…

Casi en paralelo, a las cuatro de la tarde, por las balas policiales empezaron a caer los muertos. Era imposible que se hubieran equivocado: Por norma internacional, los cartuchos anti tumulto, o de goma, son verdes; los cartuchos propósito general, o de plomo, son anaranjados. La orden de desalojar la Plaza se cumplió con goma; pero más allá, donde nadie debía reprimir, los policías abusaron del plomo.

Cuatro de ellos empezaron a disparar en Avenida de Mayo casi Yrigoyen, desde donde se acercaban las motos de Daniel Guggini y Gastón Riva, quien se encorvó y calló.

–Me muero… me muero…

Casi inconsciente movía la mano y la lengua. Guggini le levantó la remera y vio la herida a la izquierda del pecho.

Desde Sarandí, Diego Lamagna (27) venía en el 24 y cuando el colectivo tomo desvíos, se bajo en cualquier lugar. Sin militancia, cayó con un perdigón de plomo en el pecho, sobre una de las plazoletas de la 9 de Julio. Hasta él llegó una ambulancia del SAME y un enfermero de rostro desencajado le hizo respiración boca a boca. Moriría con los ojos abiertos, mirando sin ver el cielo del verano.

Guggini vio llegar la ambulancia para Lamagna e intuyó una posibilidad de salvar al motoquero que agonizaba en sus brazos. Corrió desesperado:

–¡Tengo un muerto!

Una médica le sintetizó el drama:

–Esperá un poco que esto es un quilombo… está lleno de heridos de bala…!

Otros motoqueros eran perseguidos con autos de civil hasta el Obelisco y con 20 motos por la 9 de Julio, hasta San Juan. En la corrida pisaron a Rodolfo Tiseira, hijo de un desaparecido, a quien levantaron. Pero para meterlo preso en la 4ª.

El Banco HSBC de Av. De Mayo y Chacabuco era apedreado por la multitud que se puso nerviosa cuando llegó un patrullero. Una persona con un poste rompió la vidriera del banco. Entonces, desde adentro, el ex policía Eulogio López; el jefe de custodia, teniente coronel Jorge Barando (ex oficial de inteligencia con antecedentes de represión ilegal durante la dictadura y La Tablada) y policías a cargo del subcomisario Omar Bellande dispararon cuarenta veces. Sabían que actuaban mal: limpiaron el lugar de los culotes de las balas para borrar pruebas. Afuera, tras el desbande, Gustavo Benedetto iba a cumplir 24 años. Se lo impidió un balazo en la cabeza. Quedó boca abajo y un amigo intentó darlo vuelta cuando vio en el suelo parte de la masa encefálica.

En Casa de Gobierno, los periodistas rogaban al ministro Ramón Mestre y al secretario de Seguridad Interior Enrique Mathov que pusieran fin a la represión. Mathov lanzó una réplica entre desdeñosa y aterrada:

–¿Qué querés…? ¿Que nos incendien la Casa de Gobierno?

De La Rúa debió renunciar. A esa hora, cerca de las siete, en Pellegrini y Sarmiento algunos se guarecían de una lluvia de gases que un piquete policial disparaba desde hacía más de una hora, en el Pasaje Carabelas, detrás del ex Mercado del Plata. De una camioneta bajaron civiles y uniformados. Uno apoyó una escopeta sobre el techo del vehículo; otro empuñaba una pistola 9 milímetros. Dispararon.

Quedaron tendidos Alberto Márquez y Martín Galli.

Márquez (57), recibió dos balazos en el tórax. Era consejero escolar del PJ en San Martín y, con su mujer, ya se iba de la manifestación. De rodillas por el impacto, vomitando sangre fue subido a un Escort desde el que intentaron auxiliarlo y en donde murió.

Martín (26) recibió el balazo en la cabeza. Cuando cayó, se lesionó la clavícula y tuvo una convulsión. Un desconocido venido desde Ezeiza, con quien había cambiado unas palabras, regresó a buscarlo. El Toba resistió los perdigonazos de goma que desde un patrullero le tiraban. Arrastró a Martín, le sostuvo la lengua y le colocó una madera entre los dientes.

–Por favor, no te mueras.

Martín Galli no se murió.

Suplicó mientras le golpeaba el pecho. Una ambulancia pasó sin recogerlo. Lo hizo un taxista, que lo pellizcó todo el viaje hacia el Argerich. La bala había entrado por la nuca, recorrido el críptico canal que separa los hemisferios cerebrales y terminado en la frente, donde reposa su impensado destino.

Mientras, los motoqueros visitaban a los heridos en el Argerich, pero la policía los reprimió otra vez en las puertas del hospital, donde apresaron a Marcos Gómez. Adentro morían Gastón Rivas (30); Diego Racana (26) y Carlos Almirón (23), quien cursaba el CBC para la carrera de Sociología en Avellaneda, en Av. de Mayo y 9 de Julio había sido baleado en el tórax en medio del tiroteo para disuadir, dispersar, enfrentar a los desocupados de Lanús.

Era el chico que se había tomado del brazo de Eva.

Carlos Almirón y su madre, a quien entrevistamos en Radio Fun, en el programa de Carlos Domínguez.

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